Una tarde lluviosa, empapada en alcohol, fría y triste, gris a través de las ventanillas rasgadas de mi Ford Orion, en cualquier caso olvidada. Aquella tarde, tan lejana y vacía, se me representaba ahora y sin ningún respeto, delante de mis narices, precisamente en este mismo coche con tres años más de mugre en sus asientos. Las gotas de lluvia se escurrían formando vagas corrientes de agua que sin piedad eran borradas por el incesante vaivén del limpiaparabrisas en aquella pedregosa y embarrada carretera en obras. Del último vehículo que había adelantado, un ridículo monoplaza, solo quedaba el rastro de las manecillas en mi reloj tras dos horas y media sin mirarlo. “Uf…” Mascullé al comprobar la hora “Las 18:37”. El mal tiempo y mi maletín, apenas roído desde que lo comprara en un mercadillo de segunda mano, eran mis dos únicos compañeros de viaje. En su interior mis herramientas: Destornillador, estaño, soldador… “¿Técnico?”, eso me preguntaban al abrir el primer pestillo, “Sí” contestaba yo, sin levantar la cabeza. Después descerrajaba el segundo con fuerza, me gustaba su chasquido, y extraía el resto de mi equipo: algunos chips de memoria, software de seguridad, discos de arranque y varios recursos informáticos que prefería guardarme para alguna situación realmente necesaria. Entonces levantaba la cabeza y dedicaba un indicio de sonrisa “Sí, Técnico de Ordenadores”. En eso me había convertido, ese era mi premio en agradecimiento después de haber entregado mi vida a la U.E.D.I. durante casi veinte años, y así fue como un mal día decidieron prescindir de mí, sin dar más explicaciones que la oxidada excusa de “Una reestructuración de plantilla”. Esas palabras sangrantes en la boca de aquel que siempre había confiado en mí… es algo que no deja indiferente. Cómo la figura de un hombre serio, firme, admirado por mí, al menos hasta ese momento, puede venirse abajo en cuestión de segundos… el Comisario al mando de la Unidad Especializada en Delitos Informáticos, Mauro Vargas Fernández, aún me cuesta pronunciar su nombre. Aquel día mi vida se descompuso por completo, y desde entonces, cada mañana ha sido tan lúgubre como hoy, sin importar la cifra que marcara el termómetro de pared o lo que quiera inventarse el hombre del tiempo: La lluvia no cesó ni un instante.
Hace poco menos de un año me busqué una salida en el mundo laboral, colgué un anuncio en Internet sin tan siquiera cuidar la ortografía. No esperaba que nadie lo viera, ni me ocupé de promocionarlo lo más mínimo y sin embargo, a los dos días recibí mi primera llamada, y con ella, el comienzo de una nueva etapa, supongo, en la que las llamadas son constantes ¡No sabía que la gente estuviera tan desesperada! Mi último trabajo me llegó mediante correo certificado. “Muy original” pensé en el momento de firmar ante el cartero. La carta era escueta, pero muy clara: Manuel Risco, el director y dueño de un hotel de carretera, me citaba urgentemente, aunque eso sí, una semana más tarde, ofreciéndome una cuantiosa cantidad de dinero, sólo por repararle la base de datos del hotel. No es que me pareciera el mejor trabajo del mundo, pero quizá aquello me había hecho intuir un resquicio de sol entre las nubes de esta semana. Al menos hasta hoy, ya que al parecer la tormenta que acechaba la noche sí era real.
A merced de un mapa que guardaba en la guantera, me había guiado hasta llegar allí, al Hotel Risco, “Muy original…” no pude evitar esbozar una leve, pero alegre sonrisa, tal vez un signo de felicidad o luz pasada por agua, de lluvia.
Tiré del freno de mano y retiré las llaves del contacto. Aquel lugar perdido en mitad de la nada era el “lugar” que indicaba el mapa. La niebla despejó mis dudas descubriendo con su velo un edificio de tres plantas, bastante descuidado en su fachada: pintadas que no indicaban más que el mal estado de sus paredes, cristales y restos de botellas esparcidos por el suelo… la ausencia de parte o la integridad de algunas ventanas no hacían sino incrementar mis dudas sobre su interior. “En fin…” con un gesto de incomprensión y un suspiro me dispuse a averiguarlo. Sólo tenía que abrir la puerta. El cielo irradiaba en Neón los colores de su nombre. ¿Por qué no? “Hotel Risco” Dos estrellas.
Dejando la lluvia atrás, empujé la chirriante puerta de la entrada, lo hice con mi mano izquierda, la derecha aún pertenecía a mi maletín de cuero negro y desgastado. Me sorprendió su peso, excesivo para un portón de roble, o lo que fuera. A mitad de recorrido alguien me ayudó tirando desde dentro:
-¡Buenas tardes! -saludó sonriente un chico de unos veinticinco o veintiséis años, en ningún caso superior a los treinta. Tuve que dejar el maletín en el suelo para poder estrecharle la mano. Muy cordial en todo momento, me hizo varias preguntas genéricas hasta que por fin se atrevió con la que le interesaba-. ¿Va a pasar aquí la noche, señor? -. En su pecho tenía una placa grabada con su nombre “J.M Risco”, demasiado joven para ser el dueño… tras unos segundos de pausa me decidí a preguntar aún sabiendo de antemano la respuesta:
-¿Es usted el encargado del hotel? José Manuel Risco, supongo… -. Obviamente se trataba de su hijo.
-Sí, se puede decir que soy el encargado, aunque mi nombre es José María o Jomari para los amigos -me respondió con su imborrable sonrisa-. Sin embargo, si busca a Manuel Risco, ese es mi padre ¿Quiere que le llame? -. Aquello sí me lo esperaba. Asentí con la cabeza y le dije suavemente “Sí, por favor”. Con eso le bastó para salir en su búsqueda perdiéndose tras el mostrador de recepción. Supuse que allí atrás debía de haber unas escaleras hacia un piso inferior, de otra manera aquel efecto óptico, propio de un mimo, sería inexplicable.
No se oía un alma, por mi cabeza surgieron las dudas “¿Sería yo la única persona además de sus dueños en habitar este hotel?” No había visto muchos coches en el aparcamiento, sin embargo faltaban bastantes llaves en el panel de habitaciones. ¿Quizá algún autobús los había dejado allí? Menudo sitio para descansar. Las paredes desconchadas y sus manchas de humedad no tenían nada que envidiar a las de fuera, por no hablar de la demacrada decoración: un calendario del 98 detenido en julio, un póster de una cala parcialmente oculta por su propio pliegue al tener despegada una esquina, un sillón claramente irrecuperable y unos cuantos cuadros que acentuaban el instinto animal de aquel que los miraba. Por fin, y en distracción a aquella tortura visual, apareció un hombre de bigote y resquicios de pelo blanco. Trajeado y de buen ver, también portaba una plaquita en el pecho, mucho más clara y escueta. “Director”, punto:
-¿Manuel Risco? –Me aseguré al estrecharle la mano. También sonreía, aunque su gesto no era tan claro como el de su hijo.
-A su servicio, caballero.
-Hace una semana, me envió una carta certificada… -dije asomándola por el bolsillo de mi maletín.
-Ah… -gesticuló sin ocultar su gesto de fingida sorpresa-. Usted es el Señor D. Rodrigo Jiménez Bermejo, técnico de…
-Ordenadores, sí, ese soy yo –le corté-. Y bien…
-Señor Jiménez Bermejo, si fuera...
-Por mis iniciales, si no le importa –le volví a cortar, ya estaba bien de tanta parafernalia-. Me refiero a que si no le importa, prefiero que me llame por mis iniciales, R.J, es más sencillo-. ¿Había sido demasiado grosero?
-Ah... –exclamó y volvió a repetir ese terrible gesto de sorpresa-. Recuerdo que algo ponía en su anuncio, muy bien, Señor R.J –. Y esta vez sonrió con sinceridad-, si es tan amable, acompáñeme a mi despacho, le mostraré el problema con nuestra base de datos.
-¿Y de qué problema se trata exactamente? -. Llegados a este punto, la curiosidad y la intriga me invadían por igual ¿Tan grave era el problema? Atravesamos algunos pasillos cochambrosos, en los que me crucé con las primeras caras, probables dueñas de las llaves ausentes del tablón. Y por fin nos detuvimos ante una puerta insigne de una placa tan concisa como la de su propietario. “Despacho”.
Tras el catódico monitor de mi cliente, y los truenos de la tormenta que fuera empezaba a manifestarse, existía por su parte, una ambigua hoja de clientes y en su interior, unas cuantas listas más. El problema no era la “base de datos” en sí, de eso me di cuenta en seguida, en realidad no era más que una tontería: el Señor Risco había olvidado la contraseña de toda la administración del hotel “¿Eso era todo?”, visto desde un punto subjetivo podría parecer una tragedia, intenté ponerme en la piel de mi nuevo amigo. “Qué banal...” suspiré a media sonrisa. Le hallé la contraseña en un instante, quizá dos:
-En tus narices, aquí la tiene.
-¿Cómo? -. No parecía comprender.
-En tus narices, esa es la contraseña: “entusnarices” -. Curiosa contraseña, sin duda-. ¿Cómo pudo olvidar una clave así?
-Hijo, la edad... lo verás de aquí a unos años -. ¿Qué había pasado con el trato de “usted”?-. La edad no perdona a nadie...
-Bueno, pues aquí la tiene, ¡Zas! en tus narices -. No podía evitar desternillarme de aquella contraseña.
Seguidamente, me pude ver con la cuantiosa cantidad de dinero en mis manos, tal y como acordamos, ¡Todo perfecto! Manuel Risco, hombre de palabra, al que nunca le confiaría nada, no contento con haberme regalado un sueldazo, decidió proponerme lo imposible:
-Quédate a pasar la noche, hijo -. Era la segunda vez que me llamaba “hijo” aquella tarde-. Tienes una habitación a tu nombre, invita la casa.
-Ah no –respondí con seguridad-. Muchas gracias Señor Risco, su hospitalidad me complace, pero lo siento mucho, mañana tengo trabajo a primera hora, un asunto mucho más urgente que lo de usted –mentí. No me quedaría en este antro ni borracho.
-Quédate al menos a cenar, esta noche tenemos espectáculo en el salón de actos –inquirió D. Manuel-. Es lo mínimo...
-No, muchas gracias, no insista -. Nada me haría cambiar de opinión.
-Qué lástima, hoy actúa Madeleine -. ¿Madeleine? Sonaba tentador, pero no estaba de humor-, hoy es su primer día.
-Gracias, Señor Risco, pero no –mi tono había cambiado completamente. Si sólo tuviera un motivo para quedarme...
En aquel instante Jomari Risco entró repentinamente en el despacho, como leyendo mis pensamientos, nervioso, mojado y maltrecho, apareció para dar la peor noticia:
-¡Granizo! –dijo con claros indicios de desconcierto-. ¡Granizo como piedras, qué catástrofe, la tormenta ha hecho estragos! -. Todo esto lo dijo sin apartar su mirada de mí, como si yo fuera el Director, su padre, y tuviera que estar al tanto de las últimas noticias. Pronto comprendí el motivo de aquel acto reflejo. Sin mediar palabra, le acompañamos hasta la entrada del hotel. Los truenos ya eran dueños de aquella noche adelantada, y la torrencial e intransigente lluvia sacudía con rabia todo aquello que latigueaba con sus gotazos. Ni rastro del granizo, tan sólo eran testigos de su presencia, el propio Jomari y los destrozos que había ocasionado. Desde allí podía verse mi maltrecho Ford Orion, aún mucho más de lo que recordaba: La luna agujereada, el capó completamente deformado... por la magnitud de desperfectos, el granizo debía de haber sido enorme. Bajo la lluvia de alfileres, me aproximé hasta el coche, maldije al cielo y comprobé su estado. Propiné una patada a uno de los neumáticos y regresé al hotel. Allí me esperaban sus dueños:
-Espero que todavía quede en pie la reserva de habitación –les dije mordiéndome el labio, habían ganado-. Tendré que llamar a la grúa mañana.
Encantados, como esperaba, no tardaron ni un segundo en reaccionar ante la propuesta, me dieron las llaves y cuando me quise dar cuenta, mi desgastado maletín ya se encontraba en la habitación 351. Bajé a cenar a las 21:30, consciente de que el espectáculo había empezado media hora antes, no me gustan los prolegómenos:
-¿No desea unos entrantes? ¿Ni algo para picar? –me preguntó el único camarero.
-No, tráigame la carta de segundos directamente -. Me remito al anterior comentario.
El restaurante era la única zona del hotel que parecía cuidada a conciencia. Un lugar recogido, pero espacioso, con el grado de luz adecuado, que lo hacía si cabe, aún más acogedor. Sobre el escenario, un antiguo y melancólico piano tocado por un hombre de barba blanca crédulo de sus canciones. Todo ello atenuado por la insigne belleza de una diva sobre el mismo tablado. Veinticinco años y una voz de oro. Consiguió que la cena se borrara de mi memoria tan rápido como a mi estómago sucumbían las delicias del cocinero. Recuerdo que estuvo bueno, muy bueno, lo demás transcurrió en el frente. Todas las miradas eran para ella, las miradas de aquellos clientes ocultos, que habían aguardado el momento de aparecer para la actuación de Madeleine. Bajo el nostálgico sonido del piano y su voz, uno era capaz de desconectar del mundo y olvidar todo aquello que hubiera acontecido en sus vidas y no fuera de su agrado. Retiré la cabeza del escenario y sobre mí volaron tiempos mejores, recordé tantos y tan buenos momentos con mis compañeros de la U.E.D.I… casos resueltos con el agua al cuello, intervenciones en campos de alta seguridad, en los que yo, siempre detrás de mi pantalla, lograba facilitarles el trabajo sucio. Cuántos Hackers cayeron al filo de mi portátil...
“Pero eso ya era historia” pensé en el momento de fulminar de un trago la copa que me encontré en la mesa. Al levantar la vista, a través de aquel bálsamo de alcohol, pude ver la visión, tan real como en mis recuerdos, de mi antiguo jefe y amigo, qué curioso, sentado en la mesa de enfrente. Mauro Vargas Fernández, con sus sesenta primaveras bien cumplidas y su misma mirada ambiciosa, gesto perenne y temple majestuoso. Trajeado, allí estaba, producto de los hidróxidos de la bebida. ¿Qué haría de otra manera un tipo como él, Comisario de la U.E.D.I en un lugar tan recóndito como el Hotel Risco? El supuesto Mauro comenzó a girarse hacia mí, diría que incluso me vio, pero el camarero se cruzó entre ambos, y desde luego, este no era una visión creada por el alcohol:
-Caballero, ¿Es usted R.J? –balbuceó intentando descifrar un pequeño papel, cuyo reverso contenía mi nombre.
-Sí... –contesté sin demasiado convencimiento.
El camarero me entregó la nota, no me dijo quién la enviaba. Más misterio para mi saturada agenda en blanco. “Te espero a las 0:30 en la barra del bar-restaurante.” Me terminé la copa, y reí por lo bajo “Allí estaré”, me dije mirando a la barra, no estaba tan lejos, y no tenía ganas de dormir. Recordé la visión de mi jefe, pero en la mesa de enfrente ya no había nadie, ni creo que lo hubiera habido, a pesar de los platos que había dejado a medias.
Las 0:30 llegaron demasiado pronto, el público, como yo, aún no se había ido, pedía a gritos que reapareciera su diosa del escenario. Se había marchado hacía veinte minutos, y a pesar del entusiasmo del viejo pianista, la nostalgia por no ver a Madeleine era mayor que la que infundían sus canciones. En la barra, una cartera olvidada, y nadie más. Esperé durante un buen rato, pero allí no apareció nadie que quisiera verme. Cerca de una hora más tarde, todavía sin sueño, el pianista, y yo éramos los únicos supervivientes de la velada. De repente, dejó de tocar e intuí que se dirigía a mí:
-Muchacho –carraspeó con una voz desgastada en extremo-. Tú eres R.J, ¿verdad? -. Su tono de voz me impedía comprenderle con claridad-. La chica de antes, me dijo que quería hablar contigo… -. Tosió finalmente, y continuó tocando.
-¿Madeleine? ¿La chica que cantaba con usted? –le pregunté, más sorprendido por su carrasposa voz que por su “sorprendente” mensaje. Pero aquel viejo, inmerso en su piano, se limitó a levantar una mano y corroborar mi pregunta.
Se me escapó un bufido antes de que la curiosidad me invitara a tomar prestada la cartera que yacía en el asiento de mi derecha.
Cuál fue mi sorpresa al descubrir, que aquella no era sino la cartera de la mismísima Madeleine, Madeleine Edison creo que leí. En su interior además, la asombrosa premeditación de la casualidad me dejó una nota de papel amarillo con el número de su habitación anotado a mano alzada: 352. ¡Justo al lado de la mía! El azar y su eventualidad se reían en mi cara. Impulsivamente decidí seguirle la corriente y devolver la cartera a su propietaria.
De camino, mientras subía las escaleras, mi inquietud no hizo más que aumentar cuando un tipo de jersey rojo que bajaba atolondrado, chocó conmigo frenéticamente, sin tan siquiera disculparse. No había vuelto a ver a ninguno de los Risco, tampoco es que me sorprendiera, pero desde que las circunstancias me obligaron a quedarme en el hotel, parecían haberse esfumado.
Al llegar al tercer piso, por el pasillo, de camino a la habitación pude escuchar unas voces en su interior, no había duda de que provenían de la 352. Aquello me quitó parte de la ilusión. Estaba acompañada: “Aquí viene…” logré comprender, “Vamos, vamos” ¿Realmente me esperaban?
Después el mundo se tornó negro, precedido por un golpe en mi cabeza y la figura de un hombre cada vez más borroso, que reía a carcajadas mientras me desvanecía en el suelo. Me desperté unos minutos más tarde, más confuso que dolorido, maniatado en una silla, espalda contra espalda. Mi compañera, quién sino: Madeleine:
-Ah, ya te has despertado ¿eres tú R.J? –dijo, con un gracioso acento americano aquella señorita en la misma situación desconcertante que yo, aunque bastante tranquila a simple vista. Además de ella, no había nadie en la habitación, cuya decoración era igualmente nimia: tan sólo una mesa en el centro y la silla en la que nos encontrábamos. La puerta y la ventana estaban firmemente cerradas.
-¿Qué ha pasado? ¿Quién nos ha hecho esto? ¿Me citaste en la barra del bar? -. Mis preguntas eran tantas que no sabía por donde empezar.
-No lo sé –se limitó a contestar-, yo no te conozco de nada –dijo haciéndose la inocente.
-¿Entonces cómo sabías mi nombre?
-Esos hombres no paran de hablar de ti -. “¿Qué hombres?”, el destino respondió por ella, aunque mi intuición me decía que sabía más de lo que hacía parecer.
-¡R.J, sabía que eras tú, no podía ser otro! -. Mi visión se hizo realidad, era imposible, o tal vez no… El Comisario Vargas atravesó la puerta.
-Mauro, ¿Qué hace usted aquí?
-No me has olvidado ¿eh chico? –me dijo acercándose-. Lo sabías todo ¿Verdad? -. “¿De qué estaba hablando?” “¿Saber qué?”-. Dime por qué lo has hecho: ¿Rencor?, ¿Venganza?
-¿Hacer qué? -. Mi pregunta sonaba tan estúpida…
-No te hagas el tonto, chico –dijo agarrándome la cara-. Sabes muy bien a qué me refiero. -. De verdad que no lo sabía, mi ausencia de respuesta le enfureció- ¡Basta! -. Y me propició un buen puñetazo, no me dolió-. Te conozco demasiado bien, eres muy listo, por eso te aparté del cuerpo, podrías llegar a saber demasiado, pero ¡Tonto de mi! Volví a subestimarte… -.No podía creer lo que estaba escuchando. Comencé a atar cabos.
-¡La contraseña! –dije al azar. Al fin y al cabo, era lo único que había hecho en este hotel.
-Sí, la contraseña -. “Bingo”-. Tuviste que dársela a esos dos tipos de la S.O.L.T.A -. Aquello volvió a desencajarme los esquemas. Según recordaba, la S.O.L.T.A era un grupo de mafiosos a sueldo, ¿Qué tenían que ver ellos con todo esto? Volví a tirar al aire:
-Querían apoderarse del hotel… -. Estaba arriesgando demasiado, aquel farol no podría llegar muy lejos.
-No tienes ni idea de lo que he luchado yo por este hotel ¡Ni idea!
-¿Usted? ¿Por este hotel? –me limité a repetir. El rostro del que había sido mi mentor, mostraba graves indicios de enfado.
-¡Si no fuera por mí el Hotel Risco llevaría diez años derruido! Yo les he sacado adelante…
-¿Por eso les controlas a la clientela? –intervino Madeleine, chica de carácter.
-¡Cállate estúpida! -. A si que era cierto- Sabéis demasiado –continuó el comisario y sacó una pistola de la funda que colgaba en su cinturón -. Chico, nunca pensé que acabarías de esta manera, pero que sepas que te lo has buscado tú solo -. Y me encañonó con el arma.
Mi salvación, aparecería en el momento más inesperado y de manos aún más inesperadas. El Comisario se volvió hacia la puerta, al escuchar el sonido de una pistola, como la suya, apuntándole a la espalda.
-Vargas, suelta el arma, espero que tengas una buena explicación para todo esto… –dijo el jefe de la S.O.L.T.A, Renatto Paccini, alguien que una vez fue el hombre más buscado de la U.E.D.I. Venía bien acompañado.
-No me dispararás, por la espalda no, tus escrúpulos no te lo permitirían –Dijo Mauro sin volverse hacia ellos. Por mi parte aún no entendía que tenían que ver en todo el asunto.
-Los escrúpulos son para los escrupulosos –rió Paccini -. ¡Madeleine, por fin te encuentro! -. “Clack”, la pieza que me faltaba encajó a la perfección en su engranaje. A si que Madeleine era una “empleada” de Renatto… Se acercó a ella y les ordenó a dos de sus tres secuaces que nos desataran. El tercero, tipo del jersey rojo seguía apuntando a Mauro Vargas.
-¡Quietos! –dijo esta vez uno de los dos policías, también “al tanto”, que decidieron unirse a la fiesta, subordinados del Comisario. Ambos amenazaban con sus pistolas a Paccini y compañía. Madeleine y yo, en fuego cruzado. Todos se apuntaban alrededor de aquella mesa, única decoración, y la tensión comenzaba a respirarse en el ambiente. Se intercambiaron algunas palabras que incrementaron la incertidumbre y enemistad entre ambos, parecía que cada uno tenía una versión diferente de los hechos. “Querías hacerte con el hotel” “Obligaste a Madeleine a actuar para ti” “¡Traidor!” “¡Pero qué dices!” “¡Ni una palabra más!” … En medio de aquel tugurio rodeado de locos dispuestos a matarse los unos a los otros, pude ver con el rabillo del ojo, cómo Madeleine giraba la cabeza y me sonreía. Una de las piezas había vuelto a desencajarse. Madeleine empujó la silla para un lado, y ambos, todavía maniatados, caímos debajo de la mesa. El descenso y su estrepitoso golpe confundió a todos, y alguno de los subordinados de gatillo fácil incitó el primer disparo. El primero, de lo que sería el mayor tiroteo por metro cuadrado de la historia. Desde el suelo, entre el sórdido ruido de los disparos, pude ver cómo la habitación sucumbía a merced del rojo y las balas ganaban la batalla ante el empate técnico de los dos bandos. Mauro Vargas Fernández, Comisario, mi antiguo jefe, fue el último en caer, en su pecho diez disparos. Su rostro vacío, despidiéndose de mí, es lo último que recuerdo. Unos días después desperté en el hospital.
Había recibido algunos impactos sin graves consecuencias.
Tiempo más tarde, recibí una carta certificada. Remitía el Hotel Risco, dos estrellas.
En ella, su verdadero director y dueño, alguien a quien no llegué a conocer, se disculpaba por lo ocurrido y me narraba la verdadera historia: Hasta hace diez años, el Hotel Risco había sido un lugar de parada frecuente para todos aquellos viajeros que transitaban la carretera nacional, sin embargo, desde que acabaron la autopista, el uso de esa misma carretera fue utilizándose cada vez menos. Ante la inminente pérdida de ganancias, Manuel Risco llegó a un acuerdo con el Comisario Vargas, quién le prometió una nueva etapa de gloria para el hotel. Con todo, el Comisario aprovechó la ocasión para utilizar el hotel como centro de intercambio de sustancias y artículos de dudosa legalidad. El siguiente paso fue trasladar allí a la propia mafia como tapadera de su “plan de rehabilitación”. El primer traicionado había sido el pobre Manuel Risco, viéndose clausurado en su propio hotel a partir de entonces. De esta manera, el Comisario encubría a la S.O.L.T.A a cambio de interesantes sumas de dinero, e inhabilitaba a su dueño, pagándole tan solo un pequeño porcentaje de dinero negro, lo suficiente como para seguir viviendo. En la carta, me explicaba que, gracias a su hijo, que tampoco era el Jomari que yo conocía, y a la ayuda de su novia, Madeleine, la cual resultó ser una auténtica “femme-fatale”, idearon un plan que había concluido a la perfección: Aprovechando la actuación de una diva improvisada, pero muy bien recreada, y a sabiendas de que Mauro Vargas se pasaría por el hotel esa noche, unos actores se hicieron pasar por ellos, sólo para levantar sospechas. Después, y una vez que me convencieron para que me quedara a cenar, se aseguraron de que Vargas me viera, y sospechara de mi vinculación con la mafia y con Madeleine, quien había aprovechado para infiltrarse y hacerse “amiga” de Renatto Paccini. Dicen que los traidores siempre ven la traición a sus espaldas.
La carta concluía con sus disculpas por las molestias, ¡Y qué molestias! Excusándose en mi vinculación en el pasado de Vargas y aludiendo a mi profesionalidad como Informático. Al menos incluían un halago. Me agradecían que les hubiera recuperado la contraseña que les impuso Mauro, y concluían con “Espero que pueda pagar con el dinero que le ingresamos los desperfectos que tuvimos que ocasionarle con el falso granizo en su Ford Orion, de otra manera, no se hubiera quedado a cenar”.
Aquello no me lo esperaba, aunque ahora por fin encajaban todas las piezas como engranajes perfectos en el mecanismo de un reloj. Yo había sido la llave de un plan de liberación de un hotel, cochambroso, estrafalario, denigrante… pero artífice del acontecimiento que me había devuelto las ganas de vivir. Pensé en buscarme un nuevo trabajo, aunque quizá recupere mi puesto en la U.E.D.I. Pero antes me tomaré unas vacaciones. Me he ganado a pulso una cuantiosa cantidad de billetes que hay que aprovechar.
¡Cuántos Hackers volverán a caer al filo de mi portátil!
Juan Ramón Pérez Quintanar
29-6-2007
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