Y entonces llegó Lana.
Desde que Lucía nos chafara la sorpresa del regalo estrella para su primera comunión adivinando que se trataba de un perrito, nuestra vida no ha vuelto a ser igual.
Y no es porque aún sigamos deprimidos a raíz del descalabro como aspirantes a “regaladores sorpresa” profesionales. No, no tiene nada que ver. De hecho, el motivo ha sido algo más continuo, lo recuerdo como si hubiera transcurrido ayer (y de esto hace ya casi 8 meses):
Arduas tardes de búsqueda entre páginas de venta de perros por Internet y uso infame de nuestra tarjeta SIM a base de telefonear a antiguos vendedores, completamente desvinculados del tema pero con su eterno anuncio colgado y operativo, o peor aún, los pocos que respondían a las llamadas, todavía con algo de correlación en el “tráfico de perros” osaban con querer arremeternos dos al precio de siete, por lo menos. Sinceramente, esos packs nunca me han convencido.
Mi madre y yo estuvimos buscando como unos descosidos, y es que nuestro objetivo era claro: un perrito “hembra”, pequeñito, muy pequeñito o al menos lo suficiente como para poder criarlo y que hiciera vida (y cuando digo “vida” digo “sus necesidades fisiológicas”, o sea pis y lo que no es pis) en el calor y la ternura familiar de un piso en un pueblo de la sierra de Madrid. Y a pesar de todas esas penalidades para encontrar un ejemplar de Yorky que satisficiera nuestros gustos de cara al bolsillo, finalmente desistimos en la búsqueda, lo que queríamos era directamente proporcional a la imposibilidad, y es que no se puede tener todo.
Tristemente, aquel día parecía zanjado de forma definitiva el tema del perrito. Lo que no podía ser, no podía ser…
Algún tiempo después en mi pueblo, Campo de Criptana, Lucía hizo su primera comunión. Te puedes imaginar: Mi hermana con un vestido a su medida, primos por doquier, tíos y más primos por doquier, luego en el restaurante más primos por doquier…, Lucía y su vestido cada uno por su lado, familiares y personas a las que no conocía de nada, Lucía con chándal, en fin… pero esto es otra historia que algún día, supongo, saldrá a la luz. Hoy no es el momento, podría serlo, sin embargo no es el tema que actualmente nos ocupa.
Pero todo hay que decirlo, en una comunión siempre se disfruta, y es que sin lugar a dudas lo bueno que tienen, en la mayoría de los casos, estos acontecimientos familiares es la recompensa económica que siempre se deja caer, antes o después y como si la cosa no tuviera importancia… ¡Jo, sin importancia! Si no fuera por esas “recompensas” ahora no tendría yo que estar quitando “caquitas” por donde quiera que vaya… y con esto habrás deducido que al final le compramos el perrito. Recuerdo la situación:
Al terminar la celebración volvimos a nuestra casa para descansar un poco. Mi madre y yo rodeábamos la zona “Zero”, en la que yacía en ese momento y desde hacía dos segundos mi hermana, auténticamente agotada y no era para menos. De repente nos dimos cuenta de que el “terrible” momento cumbre había llegado, tan pronto… No sabíamos cómo contarle que no habíamos conseguido el regalo ULTRA PLUS que seguro le habría encantado y del que sin embargo no tenía ni la más remota idea. Tras un breve periodo de reflexión entre miradas de expresiones y gestos exagerados, directamente optamos por no contarle nada. Al fin y al cabo “ojos que no ven…”, Lucía no se enteraría de que podría haber tenido un perro, su gran sueño desde tiempo atrás y al que mi padre se oponía en rotundo, por cierto. Así que al final muy disimuladamente mi madre y yo nos dimos la vuelta y comenzamos a andar hacia atrás… nos sentíamos cumplidores de una misión secreta que se había quedado en proyecto. No había más, estábamos casi fuera del salón cuando escuchamos a Lucía, que indudablemente y con sus nueve años bien cumplidos había estado dándole vueltas a la inversión que podría realizar con el dinero subvencionado tras el acontecimiento único o al menos primero que acababa de vivir. Sin percatarse de nuestra posición amorfa caminando hacia atrás y de puntillas para no hacer ruido, nos dijo:
-¡Podemos comprar un perrito! -¡pero acaso nos había leído la mente! Mi madre y yo nos miramos con esa pregunta en los ojos-. ¡Tenemos dinero de sobra! –aclaró Lucía.
Y justo después de esto, cuando volvimos al piso de Villalba y con Internet disponible, una nueva operación de búsqueda y compra, previa captura, comenzó a tomar forma. Para llevarla a buen puerto, esta vez mi madre, sin ninguna clase de piedad o misericordia, decidió prescindir de mí y fichar a un nuevo aliado que la acompañara en su viaje por la red, alguien que no la atosigara por cualquier cosa, que no la corrigiera si se había equivocado al darle a un enlace o atascaba el ordenador.
Sobre todo, alguien que no pusiera pegas a la hora de elegir el perrito, alguien al que todo le pareciera bien, sin condiciones.
Alguien como Lucía, ¿quién si no?
Al final tuvimos suerte y todo. Ambas “navegadoras” encontraron lo que significaría el cambio más grande en nuestras vidas desde tiempos inmemoriales, sin exagerar (bueno, un poquito) solamente comparable al nacimiento de una revolución llamada “hermana”: Pequeñita, juguetona, simpática, esta perrita de cuatro meses llegó a nosotros casi sin darnos cuenta, desde Parla. Cuando la recibimos en casa, tan suave y cariñosa, decidimos llamarla Lana. No recuerdo el motivo exacto, pero sé que los tiros andan por ahí. Hubo un ligero debate entre dos o tres nombres más, tan absurdos como el que finalmente le pusimos, pero que sin embargo mi cerebro ha filtrado en el olvido. Por tanto, al final la perrita se llamó Lana, un nombre encantador.
Desde la mañana del día siguiente y hasta ahora, Lana ha convivido con nosotros, día tras día. Y debo añadir una cosa: con forme pasa el tiempo, uno acaba cogiéndoles cariño a estos “bichejos”, mucho cariño. Sobre todo ahora, tras ocho meses, no la cambiaríamos por nada (tratando a “nada” como algo económicamente no explotable, por supuesto). Mirándolo desde el punto de vista actual, estamos encantados, mi padre incluido: Esta “Lana” sabe comportarse en todo momento, y de todas las formas, no voy a decir que ni bien ni mal, pero sí de la forma adecuada. Su función actual se basa en salir a recibirnos cuando llegamos a casa, con una alegría sólo comparable a la de una madre cuando su hijo vuelve de la guerra… también acostumbra a rivalizar con los peluches de la cama en la contienda de conseguir el sitio más blandito.
Pero no todo fue tan sencillo: de hecho y retomando el día de su incorporación al clan familiar, el primer problema fue la asignación de un lugar habilitado específicamente a sus necesidades cotidianas. Como era de esperar, el intento de inserción en una familia nunca puede ser al 100%, salvando las distancias de especie. Explícame cómo le enseñas a un perro, casi recién llegado al mundo pero lo suficientemente mayor como para valerse por sí mismo, que un periódico no es un objeto condescendiente de información, aunque algunos lo duden, sino un lugar en el que expulsar todo aquello que su propio cuerpo le obliga a expulsar, que generalmente suele ser bastante maloliente. Piénsalo por un instante, no sirven los ejemplos, obviamente, y la única manera posible a simple vista parece ser la paciencia y la entereza, que al fin y al cabo son sinónimos.
En estas circunstancias yo me puedo imaginar el pensamiento de Lana, la pobre no entendía ni jota de nuestro español, muy diferente para ella del que utilizaba su antiguo amo. Por tanto, en su búsqueda de llegar al entendimiento pleno probó a “dejar” huella en todas y cada una de las habitaciones de la casa, incluido el despacho y el salón. Fueron muchos los intentos, pero el concepto del periódico rotundamente seguía sin quedar claro. Mi madre incluso llegó a comprar una cajita de arena que Lana le agradeció comiéndose gran parte de los granitos de tierra. Tras aquello, nosotros lo tomamos como una ofensa y contraatacamos retirándole la arena, la verdad es que sonaba, tal vez, demasiado crujiente. Hacerlo tampoco funcionó. Lana tomó esa caja como un regalo, que nos agradeció muchísimo, pero no realizó sus necesidades en ella ¡Cómo iba a hacer algo tan repugnante allí, en nuestro regalo! Para eso ya estaba el sofá o la moqueta de mi habitación. La caja podría utilizarla para almacenar las maravillosas posesiones que muy pronto fue adquiriendo: Un pequeño peluche de un ciervo, un muñeco de goma con chillador incluido o un puntiagudo hueso de plástico con un cascabel en su interior.
El tema, sin embargo y tras semanas de lucha, se zanjó casi de forma casual y mediante la técnica del “premio”: una mañana, en la cocina, Lana decidió que ese era el lugar que indicaba la ruleta de las meadas. De forma milagrosa, mi madre se encontraba precisamente en la escena del crimen, y además contaba con su arma secreta: ese premio que todos los perros desean, por el simple hecho de llamarse “premio”. Por vez primera Lana recibió la ofrenda que le abrió de par en par las puertas de sus neurotransmisores causa-efecto memorizando el resultado. Hacer pis allí, en el tendedero, significaba apostar y ganar, todo en uno. Por tanto Lana no lo dudó más veces, al fin y al cabo el resto de lugares exóticos de la casa ya se los conocía al dedillo. En principio el problema estaba resuelto, el tendedero era “el lugar”. Cómo conseguimos que lo hiciera encima del periódico y no al lado, forma parte de una leyenda casi urbana, que no es momento de relatar.
Y es que mi perra Lana, como la llamaré a partir de ahora, no incluía ningún manual de instrucciones, ni siquiera caja o envoltorio. Vino tal cual. Tampoco venía de serie con ningún botón de apagado, ni siquiera de emergencia. En lugar de eso disponía de varios juegos preinstalados en su memoria y completamente disponibles desde el primer día.
El primero de ellos consistía en coger un muñeco, habitualmente el maltrecho ciervo del que ejerce su tutela, y una vez con él en boca intentar incitarnos a que se lo quitemos. Si se diera el caso de que nosotros, oh desdichados, entrásemos en su juego, a partir de entonces y tras una serie de amagos y persecuciones llegaría el momento de estirazar del ciervo, fuertemente adosado a sus fauces, y arrancárselo de ahí con fuerza. Ya en la fase “tres” del susodicho juego, ahora sería el momento de lanzarlo lo más lejos posible en el pasillo preferentemente, tras el lanzamiento, ella se lanzaría de igual manera en su búsqueda desenfrenada, derrapando, chocando contra los marcos de las puertas o provocando una hecatombe completamente opuesta a sus dimensiones como “especie canina”.
Una vez que ella misma nos mostró todas sus posibilidades como animal de compañía, nosotros pudimos adentrarnos en el mundo de la programación perruna sin problemas. A partir de ese momento fue mucho más fácil enseñarle trucos nuevos, como el famoso “preparados, listos ¡YA!” o la parálisis total mediante el comando “¡Quieta!”. Todo parece muy sencillo ahora, pero también tiene sus limitaciones. No hemos logrado todavía que realice la voltereta completa en el aire, ni que camine sobre dos patas durante más de veinte segundos, mucho menos sin comida como objetivo que alcanzar. Tampoco hemos conseguido que realice las tareas de casa, como Pancho, ni siquiera hemos obtenido de sus cuerdas vocales más que un “Guau” por respuesta a diversas preguntas dispares y completamente adversas. Lo que sí tenemos claro es que no irá nunca a echarnos la primitiva, eso sí que no.
Ahora, y tras todo ese tiempo de lucha continua entre animales y perros, tenemos el problema de sacarla a la calle… porque Lana ha evolucionado considerablemente desde que le mostramos el mundo exterior por primera vez:
Cuando era bien pequeña tenía la extraña costumbre de “no moverse” a partir del preciso instante en que asomábamos el morro a la calle. De ahí que ganara el pseudo apelativo de perra-mopa, o de mopa a secas, ya que la impresión que causaba a los demás verla de aquella manera, arrastrada por el suelo en el extremo estirado de una cuerda no era para menos.
Unos meses después, cuando fue perdiendo sus temores al exterior, o tal vez frustradas sus expectativas de limpiar el mundo con su propio cuerpo, mi perra Lana comenzó a ver el mundo de color de rosa, o de pitiminí, según el día. Todas las personas, animales, cosas o entes etéreos que veía en la calle indefectiblemente pasaron a ser sus “amigos”. Como es evidente, el hecho de que se creara falsas expectativas hacia casi cualquier cosa que se moviera o no, fuera rojo o fuera azul, le causó muchos desengaños, esperanzas frustradas, y muchas calabazas. Digamos que el porcentaje de amabilidad dado entre el recibido era muy descompensado. Esto provocó un hundimiento en sus valores más profundos, sin duda un trauma difícil de superar.
Curtirse o perecer en el intento, seguramente ese fue su nuevo objetivo, ya que no se explicaría de otra manera su tremendo cambio de actitud actual: cuando estamos en casa, todo bien (o casi), en la calle ¡Cuidado! Que Lana está aquí. Ha pasado sistemáticamente del “amigo plural” al “perro de presa definitivo” desconfiando hasta de su sombra, o mejor dicho ¡Sobre todo de su sombra! Y eso por no hablar de los hombre o mujeres de la limpieza ¡A esos no los puede ni oler! Seguramente al verlos se manifiesten sus instintos primarios, y por otro lado frustrados, de perra-mopa anti-suciedad ¿Quién sabe?
Por otro lado lleva una semana que cree ser mamá (no me refiero a mi madre, me refiero a “mamá” como “hembra que ha engendrado un ser viviente”), pero el caso es que es imposible que fisiológicamente lo haya hecho ¡Si tiene menos de un año! Pero aún así ha decidido “adoptar” a su muñeco de goma (con chillador) como hijo legítimo y futuro heredero. Es algo que en principio no tiene explicación. Antes mordisqueaba al muñeco y lo zarandeaba a los lados con fuerza mostrando peligrosos indicios de querer despedazarlo. Ahora lo cuida más que a nada, lo mantiene siempre limpio (Saliva Pro Active), y si se lo tiras en el pasillo para que vaya a por él, se pone a llorar… ¡No hay quien la entienda!
Pero sinceramente, en estos ocho meses hemos aprendido muchas cosas juntos, aunque no revueltos, y mi hermana ahora es tan seria y responsable como lo era antes de que tuviéramos a Lana, y no diré cuánto es eso.
El caso es que uno se alegra, si lo miramos desde la perspectiva más básica de las cosas, de llegar a casa tras un duro día de trabajo y encontrarte que nadie de tu familia se molesta siquiera a levantarse del sofá… excepto, cómo no, mi perra Lana, que viene a saludarte con todo el cariño que el mundo perruno puede llegar a ofrecer.
Podría aventurarme a decir, que en este caso, la compra online ha merecido la pena.
Juan Ramón Pérez Quintanar
10-12-2008
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